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VÍA CRUCIS, LA PASIÓN DE CRISTO DE FERNANDO BOTERO

“Maestro, ¿por qué lo pintó de verde?”, le preguntó una mujer a Fernando Botero, señalando a la pintura de Jesús crucificado en pleno Central Park. Con la serenidad y el humor callado que lo caracteriza, él respondió simplemente: “Es el tono que mejor se veía en la pintura”. Contrariada por la respuesta, la mujer se volvió hacia una amiga y en tono burlón y casi en confidencia le expresó: “dizque que es sólo porque se ve bonito”. El artista se alejó, seguido de una legión de fotógrafos que formaban una masa de flashes alrededor suyo. Se alejó de dos mujeres insatisfechas con una respuesta contundente y de una sala en el Museo de Antioquia, que comprobaban lo evidente de aquella afirmación: los 27 óleos y los 34 dibujos que conforman la exposición Vía crucis, la pasión de Cristo, es un trabajo de armonías tonales, en el que más que contar un historia religiosa, Botero le hace una venia a sus maestros del arte clásico.

La noticia se supo desde hace meses; el artista incluiría en su lista de presentes para Medellín, una exposición completa, la última de su obra, además de la escultura de un gato gigante y redondo para posarse en el Parque Biblioteca del corregimiento de San Cristóbal. Tres días después de su inauguración, un martes santo, y bajo la supervisión curatorial del mismo Botero, que se considera a sí mismo “a veces creyente, a veces ateo”, durante la Semana Mayor, fueron aproximadamente cinco mil visitantes los que recorrieron la Sala Temporal Norte del Museo de Antioquia, haciendo paradas en una historia bien conocida, la de Jesús y el camino hacia su condena, con la cruz a cuestas.

Este relato, más allá del transfondo bíblico, es un homenaje a obras de arte que durante años han inspirado al artista: las imágenes de Giotto, las de Van Eyck, la prolífica iconografía religiosa italiana del siglo XV y la primera manifestación del renacimiento al norte de Europa. Un recorrido por la historia del arte, esbozado en el estilo personal de Botero: sus figuras prominentes en una paleta completa de tonos pasteles que se complementan y pintan sin pretensión las caras tristes de los asistentes del Vía Crucis, el cuerpo aporreado de Jesús y el de Judas, que se inclina a besarlo, mientras un Fernando Botero en miniatura los observa y los señala desde una esquina. Los paisajes se alternan entre el horizonte de rascacielos neoyorquina y calles empedradas de algún pueblo antioqueño, en el que los captores y agresores se transforman a soldados romanos a figuras de policías contemporáneos, en una transposición del tiempo y el espacio, donde por siglos ha girado la historia del camino a la crucifixión.

“La pintura va diciendo qué color necesita”, declara finalmente Botero ante las múltiples preguntas de aquel cuerpo verde crucificado. Entre el azul del cielo y el verde del parque lleno de transeúntes, el Vía Crucis es su última obra, en la que retoma las perspectivas psicológicas y una historia que por siglos ha sido una constante para el arte latinoamericano, desde épocas coloniales. El destino final del camino hacia el calvario, de aquel Jesús que llora sangre y tiene la boca azul, es el Museo de Antioquia, su nueva casa, una casa que desde la misma creación de la exposición, había sido la elegida por Fernando Botero, en el corazón de su ciudad natal.

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