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oy la moda femenina cambia con más celeridad que la moda masculina. Sin embargo, hacia finales de la Edad Media hombres de poder político y militar lideraron la idea del cambio constante en la apariencia. Y para entonces las críticas contra la moda iban dirigidas a caballeros cuya excesiva atención a los detalles de su imagen se interpretaba como «un asalto travestido al estilo marcial del pasado». Así lo expone Diane Owen Huges en Las modas femeninas y su control, un ensayo donde se pregunta por qué si la moda era un asunto de hombres, las críticas al respecto recaerían definitivamente en las mujeres.La pregunta, en ese contexto, cobra sentido porque desde entonces y hasta la Revolución Francesa las modas de hombres y mujeres rivalizaron entre sí por su fantasía y ostentación, ambas participaban de la misma teatralidad aunque hubiera unos límites de género claramente definidos.
En resumen, ya en el amanecer del siglo XIX en la moda masculina se respiraba una atmósfera de austeridad y uniformidad, de renuncia al adornamiento ostensible y este se reservó más bien a la indumentaria femenina. Por ejemplo, la Alta Costura, sinónimo de ostentación, durante su glorioso siglo de imposición de la moda, 1860-1960, se especializó exclusivamente en moda femenina. Ninguna firma dentro de esta industria tuvo líneas masculinas; excepto Lanvin, que lo hizo en 1926.
Este fenómeno de renuncia fue explicado por el psicoanalista John Carl Flügel, en 1929. Según él, la uniformidad del atuendo masculino expresaba la igualdad entre los hombres proclamada por la Revolución, y dado que «el ideal del trabajo se convirtió en respetable» ahora sus atuendos debían ser funcionales, aptos para la vida laboral. Agrega que la falta de una apariencia ostentosa en sus atuendos condujo a que los hombres proyectaran sus deseos exhibicionistas en las mujeres, de manera que «el deseo de ser visto se transformó en el deseo de ver». Y debido a este cambio, el mundo «empobreció estéticamente», pues el traje masculino ya no tenía la misma «diversidad poética y vivacidad de los trajes de las mujeres» (1964: 141-152).
Esa circunstancia histórica plantea una pregunta, ¿en la actualidad, la moda masculina ha recuperado algo de eso, ha vuelto a entrar en el ritmo de los cambios continuos de estilo? Los intentos por recuperar su diversidad y vivacidad han sido muchos aunque la mayoría de ellos infructuosos; otros han tenido éxito, como veremos, básicamente porque respondieron asertivamente a las circunstancias socioculturales del momento. Y en ninguno de esos casos intervino un diseñador que, nostálgico por recuperar ese pasado, pusiera flores, encajes, volantes, tacones o rubor a la imagen masculina, sus intervenciones fueron menos obvias y más abstractas, y no siempre motivadas por polémicas en torno a la identidad de género.
Veamos, a lo largo del siglo XIX el traje negro de tres piezas fue el atuendo por excelencia, su lujo y ostentación se exhibían en la calidad de la tela, el corte y la confección. Atrás quedaron las sedas bordadas y coloridas, los tacones, las pelucas empolvadas y los maquillajes recargados que habían llevado los hombres más encumbrados de la sociedad de antes de la Revolución Francesa. Esta situación hizo que la sastrería acrecentara su rigurosa geometría y perfeccionara las cualidades anatómicas del corte ya que todo el acento estaba en detalles menos llamativos y más sutiles. Así, la moda masculina entró en una etapa de variaciones lentas y estables, pero esporádicamente surgieron expresiones que buscaron romper esta monotonía, como las del dandismo inglés y francés, o el futurismo italiano de la década de 1920. Los primeros intentaron recuperar el adorno abigarrado y la suntuosidad del vestir, como lo hicieran Oscar Wilde o Charles Baudelaire —aunque Baudelaire, solo los primeros años de su vida en París—. Y los últimos, como Giacomo Balla, restaurando la fuerza del color y reinventando la forma tradicional del saco y el pantalón; sin embargo, estas fueron expresiones circunscritas a círculo reducido, compuesto principalmente por hombres de artes y letras. No entre una mayoría. De modo que la uniformidad se extendería hasta mediados del siglo XX.
En ese entonces, finalizaba una era de conformismo: los años cincuenta, y en Londres empezaba a surgir una cultura juvenil bastante efervescente, que convertiría la ciudad en el centro del estilo juvenil de los años sesenta. La ciudad ya era reconocida por una tradición en sastrería que se remonta al siglo XVII, cuando la idea del traje de chaqueta y pantalón de colores a juego echaba raíces, de hecho, algunos de los retratos de hombres ilustres pintados por Van Dyck dan cuenta de ello. Y dicha tradición sería el punto de partida para una revolución sartorial motivada por unos jóvenes de clase media poco interesados en vestirse con trajes oscuros y aburridos como los de sus padres, y muy interesados en la moda y la música.
Esos jóvenes eran los mods, su apelativo era una contracción de la palabra modern. Ellos inauguraron una etapa, que va de finales de los años cincuenta hasta los setenta, llamada revolución de los pavos reales, y trajeron consigo la noción de que ropa masculina podía desistir de su aletargada renuncia, evolucionar a partir de técnicas sartoriales ya existentes e incorporar patrones, texturas y colores que habían sido prerrogativa del mercado de la moda femenina. A esa noción respondió el diseñador John Stephen, a quien en Londres le apodaban el rey de Carnaby Street porque dominaba allí el nuevo mercado masculino con varias tiendas dirigidas a este público. Luego en París, Pierre Cardin, empezaría a incluir ropa de hombre en sus colecciones de prêt à porter. Vemos pues que el impulso para esta revolución salió de las calles antes que del taller de un diseñador, lo mismo sucedió con el atuendo de sus antecesores los teddy boys, o los zoot suiters en Estados Unidos —conocidos como pachuchos en México o zazous en Francia—, su ropa era una expresión que les diferenciaba de sus mayores aunque todavía guardaba una relación muy estrecha con el traje sastre.
No obstante, el traje sastre hecho a medida siguió su camino pero ahora compartía escenario con la juvenil ropa casual. Ambas como categorías separadas, la primera para ocasiones formales y el trabajo, la segunda para el ocio y los deportes, aunque en el campo de la ropa para los deportes se habían logrado adelantos éxitos desde tiempo atrás.
Quedaba entonces un espacio entres esas categorías y era necesario algo que saldara la brecha. Ya hacia mediados de los años ochenta, surgía una generación formada en la cultura del dinero y la ganancias rápidas, por ello deseosa de vestirse para expresar su poder adquisitivo; pero negada a prolongar el rígido formalismo que encarnaba el traje hecho a medida. Con esos jóvenes adinerados empezaba la llamada revolución tranquila de la moda masculina. Para los diseñadores, consistió en la búsqueda de un equilibrio entre la tradición sartorial y la ropa casual, ese que caracterizó a los flácidos trajes Armani de los años ochenta y que, según Stefano Tonchi (2004: 138), sigue siendo la búsqueda de los diseñadores de hoy para expresar su visión de la masculinidad, desde Dolce & Gabanna o Tom Ford, hasta Hedi Slimane.
De hecho, en este nuevo escenario los italianos tuvieron un papel destacado; por ejemplo, además de Armani, Versace, ambos en 1978 habían presentado sus propuestas en Milán, sintonizadas con esa emergente cultura del dinero. Mientras tanto la industria textil italiana ya trabajaba en la idea de prendas para hombre sueltas y fluidas. Ahí la investigación y la experimentación en centros productores como Prato, Biella y Como hicieron que «ligero y cómodo» ya no fueran términos incompatibles con «elegante y sofisticado», agrega Tonchi.
La existencia de una cultura dominante basada en el dinero, no implicó que se detuvieran otras manifestaciones contraculturales; por lo tanto durante los años ochenta y noventa continuaron surgiendo expresiones de la moda masculina ligadas a la música y el estilo, como en la era de los mods o de sus antecesores, los teddy boys, o los zoot suiters: el hip-hop, el break-dance, el grunge, el rave o el indie, por mencionar algunas. Estas le dieron a la moda urbana para hombre una vitalidad que trascendió la calle al ser adoptada en pasarelas de diseñadores de renombre; pero más importante aún, movió la maquinaria de la industria de la ropa deportiva y casual, que sin recurrir a la figura pública del diseñador, apelaba al prestigio de la marca adquirido orgánicamente entre sus seguidores: Adidas, Converse, Reebok, Fila, Nike, Diadora etc. No fue un fenómeno exclusivamente americano —aunque a simple vista lo parezca— ya que la industria fonográfica occidental, como hoy, era de alcances internacionales, independiente de su género musical. A esta se sumaba el poder visual de los video clips, difundidos a lo largo y ancho del mundo Occidental vía la televisión por cable, que además de sonidos difundían el estilo sartorial de las estrellas musicales.
Tras la gran acometida de los italianos, el traje formal en la moda “de alto vuelo”, continuó más o menos bajo la misma fórmula: ligero, cómodo y sofisticado a la vez. Diseñadores, como Jean Paul Gaultier, intentaron infructuosamente repensar la imagen masculina incluyéndole faldas y maquillaje (en 1985 y 2005 respectivamente). Infructuosa porque no hubo hordas de hombres usando algo así en su cotidianidad, sin embargo su propuesta era más una metáfora de la lucha por el libre desarrollo de la personalidad y, con ello, la libre elección de las preferencias sexuales y la identidad de género, que había emergido hacia los años setenta cuando la comunidad gay marchaba hacia la politización. De acuerdo con la escritora Cally Blackman (2009), lo que sí hubo fue un «nuevo hombre», influenciado por las actitudes vestimentarias del movimiento de liberación gay y la proliferación de revistas masculinas de estilo.
Algunas de esas publicaciones, como The Face, Blitz, I-D o Arena, solían tener la música como columna vertebral del estilo. Pero, además, contaban con estilistas visionarios cuyo trabajo y reconocimiento en los créditos editoriales sacaron de la sombra un oficio de vieja data jamás reconocido por las publicaciones tradicionales, el de seleccionar, conjuntar y editar prendas para sugerir composiciones al lector. Su trabajo editorial, dice Blackman (2009: 276), fue influyente y sintetizaba «la tendencia hacia una nueva noción de la imagen masculina, a menudo desconcertando las expectativas estereotípicas de la indumentaria subcultural gay». Entre esos estilistas estaban Ray Petri, Simon Foxton y Judy Blame. Petri, por ejemplo, tenía una visión ecléctica, compuesta por una «mezcla de sastrería clásica y ropa de diseño con elementos étnicos, deportivos, históricos, subculturales y de la calle que redefinió por completo la moda de hombre», añade la escritora. No sobra resaltar que su trabajo estilístico estaba impulsado en gran medida por el ambiente de la calle y los clubes londinenses, estaba lejos de ser un imposición gratuita motiva solo por deseos individuales, de ser así jamás hubiese tenido un impacto memorable ya que para un individuo, parafraseando a Chanel, es posible hacer una revolución en la política pero no en algo tan rico, profundo y con tantos matices como las hábitos que expresa la moda (Morand, 1999: 142-43). Diríamos que el vestir cotidiano se transforma cuando la moda se sintoniza con el espíritu de una mayoría.
La idea de un estilo masculino que funde barreras con lo que la cultura establece como femenino se ha enfatizado reiterativamente en los últimos años; sin embargo, como lo vimos en el comentario que abre este artículo, no es nada reciente. Más bien diríamos, es una idea históricamente tratada bajo distintas denominaciones: macaroni, dandi, metrosexual o lumbersexual. Incluso andrógino o genderless. Los actores del mundo de la moda dan explicaciones para diferenciarlas que pueden resultar un tanto abstractas, o confusas para el usuario —hace poco escuché en una tienda a un vendedor que intentaba explicarle a un cliente las diferencias entre metrosexual y lumbersexual. En resumen, el cliente le dijo: eso es como lo mismo, ¿no?—. Independiente de si lo es o no, la existencia de tales categorizaciones y su constante rebautizo expresa que más allá de las diferencias de género el instinto por la ornamentación corporal es una parte esencial de la condición humana. Y que la teoría del Flugël de una supuesta renuncia masculina a la moda no parece ser irrefutable, pues la moda masculina también se renueva, así sus cambios radicales sean menos veloces que los de la moda femenina.
El más reciente de esos cambios se dio hacia mediados de la década de los ceros. Con una mirada retrospectiva, uniendo los años sesenta con el aire de los tiempos actuales, el diseñador Hedi Slimane introdujo una silueta entallada que todavía hoy define la mayor parte de la producción de la moda masculina. El cambio fue radical porque fue en un momento en que la silueta holgada, quizás herencia del hip hop y del grunge, era la norma. De nuevo como en los casos que hemos expuesto, su visión no era la de un individuo aislado ya que proyectaba el estilo de la movida callejera y musical, poblada de roqueros pero también de goths, y emos que, según el escritor Josh Sims, eran «la antítesis del materialismo y la fanfarronería del hip hop» (2014: 178). Resultaba todo tan revelador que hasta Karl Lagerfeld aseguró que había adelgazado para poder caber en los trajes de Slimane cuando diseñaba la línea masculina de la firma Dior.
En 2015 Dior Homme, con Kris Van Assche, sigue ese camino aunque con siluetas que tienden a ser más holgadas. Mientras Slimane lo hace en Saint Laurent con las claves del estilo de su fundador. Al tiempo, continúan proliferando voces que le apuestan a una imagen masculina nostálgica al evocar lo que parece una pérdida del vistoso exceso teatral del pasado; quizás esa imagen tenga un impacto en el futuro. Difícil saberlo ahora, aunque como escribió Freud, la humanidad vive «el presente con una cierta ingenuidad; esto es, sin poder llegar a valorar exactamente sus contenidos». Y para valorarlos tiene que considerar ese presente a distancia, para hallar en el pasado puntos de apoyo en qué basar una reflexión sobre el porvenir (2012: 8).
Siendo así cabe reiterar que, apoyados en la historia, en los siglos XX y XXI las apuestas de los diseñadores por transformar la imagen masculina recurriendo a tacones, faldas o maquillajes o al historicismo excéntrico, han sido infructuosas al generar algún impacto masivo en el vestir cotidiano, simplemente porque estas cosas hacen parte de valores Pre-Revolucionarios. Ya no nos representan. Más bien, devienen en un espectáculo visual que sirve para atraer prensa e inundar las time lines, operando como estrategia de márquetin para resaltar la imagen transgresora de una firma o su teórica contravención de supuestos límites de género. Por ello, en la moda masculina urgen visiones menos obvias que la jalonen hacia rumbos sintonizados con las diversas masculinidades emergentes, y menos basadas en una intensión de transgredir deliberada y gratuita, o en los clichés mismos de la transgresión.
Bibliografía
Blackman, C. (2012). 100 años de moda masculina. Barcelona: Blume.
Flügel, J. C. (1964). Psicología del vestido. Buenos Aires: Paidós.
Freud, S. (2012). El provenir de una ilusión. México: Taurus.
Frisa, M. L., & Tonchi, S. (2004). Excess: Fashion and the underground in the ’80s. Milán: Edizioni Charta.
Sims, J. (2014). 100 ideas que cambiaron la moda urbana. Barcelona: Blume.
Daniel Andres Quijano
octubre 10, 2016¡¡¡BRUTAL!!! (Y)
¡Oww!, la Historia llena de tantas verdades… Lastima que en la actualidad tantos prejuicios no dejen al Hombre evolucionar en torno a la Moda. La palabra IGUALDAD debería prevalecer en todo sentido, temas, costumbres, etc.