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Por otra parte, el historiador Eric Hobsbawm, escribió que «la razón por la que los diseñadores de moda, unos profesionales poco analíticos, consiguen a veces predecir el futuro mejor que los vaticinadores profesionales es una de las cuestiones más incomprensibles de la historia». Sin embargo, en este caso los creadores de moda no estaban vaticinando nada en absoluto, estaban motivados principalmente por el uso creciente de tapabocas en ciudades industriales y densamente pobladas, como respuesta a la necesidad de protegerse físicamente frente a la debacle medio ambiental que levantaba en sus ciudades sombríos paisajes de atmósfera apocalíptica. Así que el «accesorio» en cuestión se había establecido como símbolo de esa situación.
Ambivalencia simbólica, el tapabocas en tiempos del COVID-19
La motivación de los diseñadores tampoco era poco analítica. Es la esencia de la moda manipular los símbolos y recontextualizarlos perennemente —eso ya se encargó de explicarlo el filósofo y sociólogo Jean Baudrillard. Esa manipulación, probablemente, está direccionada menos por una sensibilidad plástica y más por estudios de mercado que indagan y responden a deseos inmediatos de las masas donde se trivializa hasta la muerte misma, incluso la enfermedad. Pero cero líos con eso, Susan Sontag da a entender que la importancia de las enfermedades, además de su condición biológica, también radica en el uso cultural que hacemos de ellas.
Cuando Michael Jackson empezó a usar tapabocas en apariciones públicas hubo una extensa serie de conjeturas: unos decían que lo usaba por simple excentricidad y otros le atribuían un estado de salud desastroso. Cualesquiera hayan sido sus razones, la imagen de Jackson con tapabocas era perturbadora; no dejaba incólume a nadie, se movía entre el rechazo y la compasión. Pasadas varias décadas, cuando personajes del show business lo incorporaron a sus estilismos como accesorio frecuente, el tapabocas se transformó en algo preferentemente cool, disolviéndose en ello su simbolismo sanitario.
Pero los días cambiaron y la expansión de la pandemia COVID-19, ha vuelto a recordarnos el tapabocas como símbolo profiláctico. Vienen a la memoria imágenes de la gripe española, la pandemia que asoló al mundo en tres ataque sucesivos y mortíferos, entre la primavera de ese 1918 y la de 1919, cuando algunas ciudades impusieron leyes que exigían usar tapabocas en público, incluso en Nueva York hubo «una ordenanza por la que se multaba o encarcelaba a las personas que no se cubrieran al toser». En ese entonces la sencilla pieza de tela era una barrera entre la vida y la muerte; de manera que un conductor de tranvía en, digamos, Seattle podía negarle el abordaje a un ciudadano que no llevara tapabocas.
El rechazo y la compasión se reservaba a quienes sin un tapabocas, mientras ponían en riesgo la vida de otros manifestaban desprecio por su propia vida. Fabricar tapabocas, como sucede hoy frente a las circunstancias del COVID-19, se convirtió en urgencia y las mujeres de la Cruz Roja estaban ahí para para eso, los hacían para los soldados que estaban en el frente de los últimos estertores de la Primera Guerra Mundial y para los cuerpos de seguridad del frente civil. Pues entonces, como hoy, «los esfuerzos para prevenir la propagación de la enfermedad estaban limitados a intervenciones no farmacéuticas, como la promoción de una buena higiene personal, la implementación del aislamiento, la cuarentena y el cierre de lugares públicos como las escuelas y los teatros», explicaba en 2018, el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos.
Como pandemia que fue, la gripe española también extendió sus tentáculos en Colombia dejando un estimado de 1.900 muertes solamente en Bogotá, según Michael Edward Stanfield, quien también afirma que los pobres morían en las calles de la capital mientras se recogía a otros en camillas. Esa pandemia, contrario a la que estamos atravesando, era letal principalmente para los más jóvenes; había cierto heroísmo en cuanto al hecho de ser joven, mujer y alistarse como voluntaria de la Cruz Roja; de modo que Cromos puso en portada a la Srta. Sofía Angulo Palau vistiendo el uniforme como homenaje a la organización. La imagen también operaba como una especie de invitación a otras chicas a unirse a la causa humanitaria.
Esa portada es, a mi modo de ver, un caso temprano donde el simbolismo profiláctico de un objeto limita y tiende a diluirse en esa frivolidad de lo cool que es una parte fundamental de la moda como expresión de la cultura y del aire del tiempo en que transcurre. Una frivolidad que repele cuando nos enfrentamos a las circunstancias sanitarias reales que esos objetos representan; muestra de ello es el malestar generado por la promoción de un tapabocas, como un cachivache más de la parafernalia mercantil del cantante J Balvin, en un momento en que el simbolismo del tapabocas comporta otros sentidos: urgencia, continencia pandémica y muro de defensa entre la vida y la muerte. Al malestar se sumó el costo mezquino de un tapabocas propagandístico en un momento de debacle y resquebrajamiento del capitalismo tal y como lo conocíamos. Es así como opera la inestabilidad de los símbolos, no son monolíticos. Dotamos de sentido a las cosas en la medida de las circunstancias.
Y es conforme a las circunstancias que la industria de la moda ha respondido. Durante la Segunda Guerra Mundial, en Francia el diseñador Robert Piguet creaba atuendos civiles que incluían capa de protección y máscara antigás; mientras Elsa Schiaparelli creaba prácticos enterizos femeninos y bolsos para cargar la máscara. En Inglaterra, a Norman Hartnell el gobierno le comisionó una línea diseñada para el mercado masivo que cumpliera con los lineamientos gubernamentales impuestos al gasto textil. Hoy, cuando asistimos al reinado de la incertidumbre, las respuestas no se han hecho esperar: en Francia, laboratorios de perfumería y cosmética de lujo, como Dior, Givenchy o Guerlain, produciendo gel anti-bacterias; en Italia, la compañía textil Miroglio destina su fuerza productiva a fabricar tapabocas para personal médico; lo mismo anuncia Prada, sumando a ello la producción de overoles para distribuir entre el personal de los hospitales toscanos. Por fortuna, cada día los esfuerzos se multiplican y se vinculan distintas industrias a ello, como en Colombia donde hay un prototipo de overol médico en espera de aprobación por la autoridad sanitaria.
Apócrifamente se le atribuye a Chanel haber declarado: «no es momento para la moda», cuando huyó a Suiza mientras París estaba ocupada por los alemanes, renunciando así a la fantasía escapista que suele ofrecer la moda en tiempos de crisis. Es esa fantasía la que hoy, cuando la corrección política está en su cenit, se le cuestiona a la moda y a la cultura pop en general; sin embargo no es la primera vez que una prenda destinada al control sanitario transita del sanatorio a su incorporación en la moda y en la vida cotidiana.
En algún momento del siglo XVI los corsés medicados por cirujanos como Ambrosio Paré, para corregir la escoliosis, fueron la inspiración para construir corsés de moda, pues estaban en demanda porque se creía que la rectitud del cuerpo era símbolo de rectitud moral y privilegio aristocrático, según documenta el historiador Georges Vigarello. Guardando las proporciones, en lo que empezaron a hacer los diseñadores y estrellas del pop en los últimos años, subyace una lógica similar; y, más concretamente responde a la idea de Wilhelm Wundt —el padre de la psicología experimental— refiriéndose a la funciones del adorno corporal: tras la desaparición gradual de los motivos prácticos que originan el uso de un objeto corporal empieza a aparecer un «sentido estético o motivación estética». Es ahí donde actúan los diseñadores. Pero uno se pregunta, ¿quién ahora pagaría $300 dólares por un tapabocas de Off-White? Y si su estetización no habrá liquidado su función práctica? ¡Habrá quien! Y, ¡a ese precio, probablemente sí funcione!
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